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Un fragmento de Al desnudo, de Chuck Palahniuk

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ACTO 1, ESCENA 2

Si me permiten que atraviese la cuarta pared, me llamo Hazie Coogan.

No tengo vocación de dama de compañía a sueldo, ni tampoco de ama de llaves profesional. Ahora que soy vieja mi roles fregar las mismas ollas y cazos que ya fregué en mi juventud –he hecho las paces con ese hecho–, y aunque ella no los ha tocado ni  na sola vez en la vida, esas ollas y cazos siempre han pertenecido a la majestuosa y gloriosa actriz de cine, la señorita Katherine Kenton.

Todos los días me compete a mí prepararle un huevo duro poco hecho. Encerarle el suelo de linóleo de la cocina. La tarea interminable de sacar el polvo y bruñir la cantidad nada desdeñable de objetos decorativos y baratijas con baño de oro que le han sido concedidos a modo de premios a la señorita Katie, ese trabajo también me toca a mí. Pero ¿acaso soy la sirvienta de la señorita Katherine Kenton? No más de lo que el carnicero hace de sirviente del corderito.

Mi propósito es imponer orden en el caos de la señorita Kathie… infundirle disciplina a su legendario carácter caprichoso de artista. Soy la persona a la que Lolly Parsons se refirió una vez como un «espinazo de alquiler».

Aunque puede que sea yo quien pasa el aspirador por la casa de la señorita Kathie y hace los pedidos a la tienda de comestibles, mi verdadero cargo profesional no es tanto mayordomo como cerebro en la sombra. Puede dar la impresión de que la señorita Kathie es mi jefa, en el sentido de que parece darme dinero a cambio de mi tiempo y mi trabajo, y en que ella se relaja y florece mientras yo me esfuerzo; pero usando esa misma lógica, se podría argumentar que el granjero es el empleado de la gallina joven y del colinabo.

La elegante Katherine Kenton es mi dueña en la misma medida en que el piano es el dueño de Ignace Jan Paderewski… parafraseando a Joseph L. Mankiewicz, que me parafraseaba a mí, que soy quien dijo e hizo la mayoría de esas cosas inteligentes y deslumbrantes que más tarde contribuyeron a hacer famosa a otra gente. Es por eso por lo que puedo decir que ya me conocen ustedes. Si han visto ustedes a Linda Darnell en el papel de camarera de bar de carretera para camiones, colocándose un lápiz detrás de la oreja en ¿Ángel o diablo?, ya me han visto a mí. La Darnell me robó a mí ese detalle. Igual que Barbara Lawrence cuando soltó esa risa suya parecida a un rebuzno en Oklahoma. Ha habido tantas grandes actrices que me han mangado mis gestos más efectivos, y también la precisión de mi habla, que ya han visto ustedes partes de mí en las interpretaciones de Alice Faye y de Margaret Dumont y Rise Stevens. Reconocerían ustedes fragmentos de mí –una ceja enarcada, una mano nerviosa que juguetea con el cable de un auricular de teléfono– en incontables películas de antaño.

No se me escapa la ironía del hecho de que, mientras que Eleanor Powell se atribuye mi rasgo distintivo en materia de moda, que es llevar numerosos lacitos de pequeño tamaño, ahora yo hago gala de las rodillas rojas de una mujer de la limpieza y de las manos hinchadas de una fregona. Un bromista tan ilustre como Darryl Zanuck me dijo una vez en tono despectivo que yo parecía Clifton Webb con falda a cuadros escoceses. Mervyn LeRoy difundió el rumor de que yo era la hija ilegítima secreta de Wally Beery y su frecuente partenaire en las películas, Marie Dressler.

En la actualidad, las obligaciones habituales de mi cargo incluyen descongelar la nevera eléctrica de la señorita Kathie y plancharle las sábanas, y sin embargo mi cargo no es el de lavandera. No trabajo en el ramo de la cocina. Tampoco tengo vocación de sirvienta doméstica. Mi vida está mucho menos dirigida por Katherine Kenton de lo que la vida de ella lo está por mí. Es posible que las demandas y necesidades diarias de Katherine Kenton determinen mis actos, pero solo en la misma medida en que los límites de un coche de carreras dictan los de su piloto.

Soy mucho más que una mujer que trabaja en una fábrica que produce a la siempre deslumbrante Katherine Kenton. Soy la fábrica misma. Las palabras que escribo aquí no me convierten en un simple cámara o director de fotografía; soy la lente misma: favoreciendo, acentuando, distorsionando… registrando cómo va a recordar el mundo a mi coqueta señorita Kathie.

Y, sin embargo, mi especialidad no son los hechizos. Son los hechos.


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